domingo, 23 de septiembre de 2007

Hopper y una situación


EXT. FARMACIA – NOCHE
La farmacia está cerrada. La calle desierta. Un hombre de traje negro y maletín camina por la vereda y se para frente a la vidriera de la farmacia. Observa la vidriera. Tiene una mano en el bolsillo del pantalón y con la otra sujeta el maletín. De repente deja caer el maletín, al tiempo que se encorva y apoya su mano en su pecho. Se encorva más y más, y cae al piso. Queda tendido, inmóvil.
Una pareja de jóvenes se aproxima caminando de la mano, riéndose. Ven al hombre en el piso y corren hacia él. Se agachan con los brazos estirados, y la chica empieza a levantarlo por los hombros, cuando el joven la agarra del brazo. Mira la vidriera y el nombre del negocio que está escrito arriba. La chica lo imita. Traga saliva y su respiración comienza a agitarse. Suelta bruscamente al hombre, y ambos se alejan caminando con rapidez.

EXT. FARMACIA – NOCHE
El hombre está tendido en el piso. Tiene una mano sobre su pecho. No emite sonido ni se mueve.

EXT. FARMACIA – NOCHE
Se abre la puerta de la farmacia. Una mujer anciana se asoma. Mira al hombre tendido en el piso. Mira a ambos lados de la calle. Abre la puerta un poco más y sale. Camina lentamente, arrastrando los pies en sus pantuflas, encorvada por su joroba. Se detiene a los pies del hombre. Se agacha con lentitud y le levanta los pies. Con mayor lentitud aún, lo arrastra por la vereda y lo entra en la farmacia. Se asoma a la calle, mira a ambos costados, se mete a la farmacia y cierra la puerta tras de sí.
El maletín queda en el piso. Las luces de la vidriera se apagan.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Nuestra situación... primera aproximación

La ví de lejos. Hacía ya varios días que su fragancia me envolvía, y la hacía parte de mí. Venía flotando entre las calles como es usual, alborotando cabellos y ropas, pasando entre las copas de los árboles, desparramando las hojas de algún distraído, cuando la ví. Justo al girar la esquina en una callecita angosta de esas que todavía conservan la nostalgia de sus adoquines. Ella iba caminando lentamente, distraída, ensimismada, a la vez tan como todos y tan única en su caminar. Parecía deslizarse, casi sin apoyar sus pies en la vereda, como si le preocupara pisar alguna hormiga o desviar el camino de su tropa trabajadora; pero al mismo tiempo sin preocuparse, ya que su mente parecía estar envuelta en otros asuntos, tan lejos de la tierra.
Me acerqué dubitativamente, al principio rozándola apenas, para que notara mi presencia. La noté salir de su ensimismamiento como despertando de un sueño. Pero no una pesadilla de la que uno despierta agitado y asustado, sino de un plácido sueño, despertando a una realidad más maravillosa y curiosa todavía. Miraba a su alrededor con más perplejidad que desconfianza.
Volví a acercarme con más decisión, rozándola de manera cada vez más atrevida, impetuosa, hasta pasional. Rodeándola por la cintura, metiéndome entre sus cabellos oscuros, haciendo bailar con gracia propia su pollera. Y ella dejó de mirar y empezó a sentir, se movía a mi compás, volviéndose un único ente conmigo, siguiéndome los pasos como en una danza de armonía celestial. Cada vez más unidos en nuestro juego, me acercaba a ella por los costados, por encima de su cabeza, por las puntas de sus pies, por su nariz, sus pestañas y su cuello rodeado por una bufanda. Y me alejaba para observarla bailar, y volvía a bailar con ella. De a poco la sentí desprenderse de todo lo que venía cargando consigo en su caminar, quedándose sólo con esa danza que yo le estaba regalando. Sabía que me tenía que ir, que como todo en mi existencia, ese momento no era más que una brisa pasajera. Pero no quise irme sin llevarme algo de ella conmigo. Por eso, mientras continuaba moviéndose en éxtasis, de a poco le fui sacando la bufanda, cargada de ese aroma que me venía acompañando hacía días, y que de esa manera podría conservar conmigo. Finalmente levanté vuelo de nuevo, y su bufanda conmigo, dejándola a ella abajo, cada vez más lejos, mirándome irme, agitada, hermosa, eternamente pícara en su mirada.


Próximamente... el guión literario (con bastantes modificaciones, pero conservando la idea).

viernes, 7 de septiembre de 2007

Una situación mia

Subo al colectivo. Me siento. Delante mío está sentado un hombre con una beba en brazos. A mi costado, un señor muy aseñorado, con su traje de señor, su valija de señor y su porte de señor.
Yo miro al frente. El señor mira al frente. Yo miro por la ventana. El señor mira al frente. Yo miro al señor. El señor mira al frente.
En un momento, por detrás del hombre que tengo sentado adelante, se asoma la beba, y nos mira a mí y a mi compañero de asiento aseñorado. Nos observa con sus ojos desmesuradamente abiertos. Posa su atención alternativamente sobre mí y sobre el señor, aparentemente divertida con la situación. Aunque no puedo ver a mi compañero de asiento, percibo cierta tención de su parte, un cambio en su atención, un reacomodamiento en su lugar. La beba nos sigue mirando por encima del hombro de su padre. De a poco me doy cuenta de que la beba ya no me mira a mí, sino sólo al señor, y que su expresión pasa de la diversión al desconcierto. Ante esta reacción, yo también me doy vuelta. Y ahí estaba, el señor tan aseñorado, con traje, valija y porte incluidos, haciéndole a la beba muecas y morisquetas de lo más extrañas y deformes. (Deformes, al menos considerando las formas que se supone un hombre como este solería seguir en su cotidianeidad). Vuelvo a mirar a la beba, y veo que ya pasa del desconcierto al miedo, hasta que finalmente vuelve a esconder la cabeza en el pecho de su padre.
El señor, que en este punto ya tenía una mano presionando su nariz hacia arriba, la otra levantando sus cejas y la lengua afuera; baja ambas manos y las apoya en su regazo, mete su lengua, se reacomoda en el asiento, y vuelve a mirar al frente.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Cositas de los grandes

http://www.youtube.com/watch?v=DHkYkHnBN-A

Fragmento del film "La lista de Schindler", de Steven Spielberg


“Esperaron quietos, sintiendo que se hundían en una algodonosa niebla, como si al caer la noche se perdieran las dimensiones habituales de la realidad. Entonces, poco a poco, Alex comenzó a ver a los seres que los rodeaban, uno a uno. Estaban desnudos, pintados de rayas y manchas, con plumas y tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos, ligeros, inmóviles. A pesar de encontrarse a su lado, era difícil verlos; se mimetizaban tan perfectamente con la naturaleza, que resultaban invisibles, como tenues fantasmas. Cuando pudo distinguirlos, Alex calculó que había por lo menos veinte de ellos, todos hombres y con sus primitivas armas en las manos.
– Aía – susurró Nadia muy quedamente.
Nadie contestó, pero un movimiento apenas perceptible entre las hojas indicó que los indios se aproximaban. En la penumbra y sin anteojos, Alex no estaba seguro de lo que veía, pero su corazón se disparó en loca carrera y sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes. Lo envolvió la misma alucinante sensación de estar viviendo un sueño, que tuvo en presencia del jaguar negro en el patio de Mauro Carías. Había una tensión similar, como si los acontecimientos transcurrieran en una burbuja de vidrio que en cualquier momento podía hacerse añicos. El peligro estaba en el aire, tal como lo había estado con el jaguar, pero el chico no tuvo miedo. No se creyó amenazado por aquellos seres transparentes que flotaban entre los árboles. La idea de sacar su navaja o de llamar pidiendo socorro no se le ocurrió. En cambio pasó por su mente, como un relámpago, una escena que había visto años antes en una película: el encuentro de un niño con un extraterrestre. La situación que vivía en ese momento era similar. Pensó, maravillado, que no cambiaría esa experiencia por nada del mundo.
– Aía – repitió Nadia.
– Aía – murmuró él también.
No hubo respuesta.
Los muchachos esperaron, sin soltarse las manos, quietos como estatuas, y también Borobá se mantuvo inmóvil, expectante, como si supiera que participaba en un momento precioso. Pasaron minutos interminables y la noche se dejó caer con gran rapidez, arropándolos por completo. Finalmente se dieron cuenta de que estaban solos; los indios se habían esfumado con la misma ligereza con que habían surgido de la nada.”

"La ciudad de las bestias", de Isabel Allende