lunes, 21 de mayo de 2007

Retratos literarios

No bastaban – pensaba- los huesos y la carne para construir un rostro, y es por eso que es infinitamente menos físico que el cuerpo: está calificado por la mirada, por el rictus de la boca, por las arrugas, por todo ese conjunto de sutiles atributos con que el alma se revela a través de la carne.

"Sobre héroes y tumbas", Ernesto Sabato


Rubias,
altas como obeliscos
plataformadas y engomadas,
pisando caracoles sin piedad (cric krac cric krac)
veo cómo mueren
y se achican
polvo de mar…

Uni-formadas
pieles teñidas
huesos duros que se salen
y me repelen como a un muerto de hambre
y sólo quiero tocar
a ver qué se siente
un esqueleto falso y dorado
desnudo
un sueño magazine
que me parte
al sol.

“Ferina”, Karina A. Macció


Kate Cold tenía sesenta y cuatro años, era flaca y musculosa, pura fibra y piel curtida por la intemperie; sus ojos azules, que habían visto mucho mundo, eran agudos como puñales. El cabello gris, que ella misma se cortaba a tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba en todas direcciones, como si jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de sus dientes, grandes y fuertes, capaces de partir nueces y descorchar botellas; también estaba orgullosa de no haberse quebrado nunca un hueso, no haber consultado jamás a un médico y haber sobrevivido desde a ataques de malaria hasta picaduras de escorpión. Bebía vodka al seco y fumaba tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno y verano se vestía con los mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin mangas, con bolsillos por todos lados, donde llevaba lo indispensable para sobrevivir en caso de cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario vestirse elegante, se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de oso, regalo de un jefe apache.

“La ciudad de las bestias”, Isabel Allende


Su pelo renegrido contra su piel mate y pálida, su cuerpo alto y anguloso; había algo en ella que recordaba a las modelos que aparecen en las revistas de modas, pero revelaba a la vez una aspereza y una profundidad que no se encuentra en esa clase de mujeres. Pocas veces, casi nunca, la vería tener algún rasgo de dulzura, uno de esos rasgos que se consideran característicos de la mujer y sobre todo de la madre. Su sonrisa era dura y sarcástica, su risa era violenta, como sus movimientos y su carácter en general: “Me costó mucho aprender a reír – le dijo un día – pero nunca me río desde adentro”.

“Sobre héroes y tumbas”, Ernesto Sabato


Ella en medio de las nubes de rosado chicloso con olor a buballoo. Sus cachetes de algodón de azúcar van desprendiendo aroma que los conejos de ojos bobalicones aspiran como un renacer en el paraíso.
Ella salticando en el aire, dictando la melodía al son de la cual se mueve todo lo demás. Dejó sus tacones y su gamuza negra en la tierra. Se eleva con sus zapatillas de pompones.
Redondo.
Suave.
Rosado.
Da vueltas y vueltas y vueltas hasta disolverse en polvo de estrellas.

Julieta Bergunker (un gustito que me di, sepan disculpar)


Era otra.
Aquella que ni Arjona soñó.
Una transmundialista de los océanos insemnes.
Aquella que raya a través de los lunares.
Y se sienta y
asienta
una estelar porquería de
poesía.
Y baja al infratranstorno de la pluma
y se queda
flodando
como si nunca hubiera sido
aprontada por corrientes
corrompidas por las cotorras
indemnes de saciadas de
verdiplateado.

Julieta Bergunker (gustito bis)



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